miércoles, 10 de diciembre de 2008

Otro relato

El pequeño Principito era feliz.


Tenía todo cuanto quería en su minúsculo planeta. Su flor, su cordero, sus tres volcanes... Interminables atardeceres hacían las delicias de sus románticos ojos.


...Y cuando lo deseaba, bastaba montar a un cometa para recorrer la galaxia en busca de otros planetas con otras maravillas.


La vida transcurría plácidamente con sus idas y venidas. Marcando su propio compás, indiferente al resto del universo. Los pequeños detalles cotidianos eran pinceladas dentro del gran cuadro de su existencia. En la orilla del mar de la tranquilidad, ¿quién podría desear la llegada de la tormenta?.


Contemplando uno de sus bellos atardeceres lo vio. No era más que un pequeño punto que se alzaba con timidez a la caída del sol. Uno más de entre todos los que poblaban el firmamento.


No tardó tiempo en hacerse cada vez más grande y más brillante, siendo visible incluso de día. Pocas semanas después el pequeño Principito supo lo que era: otro planeta. Y se acercaba con gran velocidad. Lo miró con curiosidad: en él había una muchacha de tan oscuro como hermoso pelo largo.


Ella le sonrió.


La danza cósmica fue espectacular. Aquel planeta se acercó peligrosamente. Se volvió a alejar. Describiendo una inmensa curva recorrió una gran distancia para de nuevo aproximarse, quedando así atado por los lazos de la gravedad.


Ella saltó al mundo del Principito. Tras no pocas sonrisas ambos se enseñaron las respectivas maravillas de sus mundos. Sus emociones bailaban al compás de sus planetas. La furia de fuerzas buscando equilibrio producía violentos vaivenes. Pero solo tenían ojos el uno para el otro.


Fueron muchos atardeceres. Hermosos amaneceres. Días llenos de color. De cometa en cometa, visitaron otros lugares. Ella no lo creía, pero en algún lugar de la galaxia había un rey que reinaba en soledad todo lo que existía. El geógrafo tomo buena nota de la posición y tamaño del nuevo planeta. El hombre de negocios añadió un número más a la inmensa lista que atesoraba en su banco.


Indiferente a todo ésto, la naturaleza obedecía sus propias leyes. Inexorablemente. Ambos cuerpos planetarios, lejos de acabar encontrando un equilibrio común acabaron por diverger.


Ven conmigo. Le dijo ella. ¿A dónde vamos? Lejos, muy legos de aquí, sigamos juntos nuestro propio camino. No miremos atrás. El Principito lloraba. Pensaba en sus tres volcanes (uno de ellos apagado), su cordero y su rosa... Si me voy, ¿quién cuidará de todo?


Por última vez saltó a su planeta. Sin poder reprimir una lágrima furtiva miró esos hermosos cabellos de aquella que se marchaba para no volver jamás.


Poco tardó en perderse de vista.


Con el paso del tiempo las cosas volvieron a su anterior equilibrio. El pequeño asteroide volvió a estabilizarse en su órbita original. De nuevo, todas las mañanas cuidaba de su flor, buscaba brotes de baobabs, y deshollinaba sus volcanes manteniendo el planeta en orden.


Sin embargo, de vez en cuando, el pequeño Principito se sienta en la silla, contemplando el atardecer. Escrutando los cielos por si ella volviera.



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